Se esconde la covid, surge la primavera. Nada desaparece de momento. Los cambios bruscos nos cogen por sorpresa.
La primavera empuja sus raíces
más allá de la tierra apelmazada del invierno y extiende en el espacio los
colores: una atmósfera suave movida por el viento establece un compás
repetitivo, de un lado al otro, en cada planta sentada en su espacio. Una aglomeración
de covid no permitida. El verde extenso de la pradera poblada por el cristal
traslúcido del rocío en las mañanas de primavera extiende sus colores
llamativos, que se traducen en diferentes sensaciones. Los colores amarillos,
azules, rosados, blancos…manifiestan el poder de la vida con gran atractivo
para los insectos voladores con el fin de polinizar las plantas para que se
extiendan y multipliquen, infectándose unas a otras, como el covid, en un armonioso amor. Es un
proceso lento, como el ruido de un motor a bajo sonido, constantemente
machacón. La primavera ruge. Los insectos rugen, se llenan de polen, reclaman
su planta de sabia nueva hasta la llegada del calor, de un covid que
atormentara tanta belleza en la que nunca nos habíamos fijado. Es mediodía.
Tanta fuerza natural en pequeños tamaños parece decirnos: he llegado. También
la covid: he llegado para quedarme. Lo bello se marchita en un segundo, antes
de tiempo, lo bello es lo enfermo. Aquello que te salva (por ej.. el oxígeno),
te mata. Y a pesar de todo, todavía mucha de esa belleza se esconde en una
selva microscópica, la selva del covid, microscópico. Sólo el verde se
convierte en poderoso para ocupar la mayor parte del espacio, ignorando las flores
anaranjadas o azules que siguen su ritmo, ante una mirada huidiza, nada
ecologista, sí naturalista, donde el insecto se desarrolla tentado por la
luminosidad de los colores y el sabor del polen, en una línea de tiempo breve
que induce a hacer todo con rapidez, no sea que algo cambie y nos cambie
para siempre.
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