Esta noche he tenido un sueño. Me
encontraba delante de un Tribunal examinándome. Eran unas oposiciones para el
Tribunal Constitucional. No recuerdo ninguna cara de los componentes del
Tribunal. Sólo sé que uno me preguntó, con muy mala uva, -sería por eso de la Navidad- “¿qué edad tiene
usted?”. Sesenta y nueve años, le respondí. Agachó la cabeza y, como si meditara,
después de un rato, me dijo :¿Y qué tal va usted de la próstata?. En ese momento
se me cayó el mundo encima, nunca lo he pasado peor que un viaje cultural,
cuando, sin saber por qué razón, me entraron unas enormes ganas de mear y no
sabía cómo desembarazarse de semejante situación si pidiendo un orinal,
haciendo parar al conductor del autobús para descargarme en medio del campo, o soltarlo
sobre los mismos pantalones, ¡qué asco!. Entonces me desmoralicé, tiré la
toalla, y mis ánimos –yo que tanto he creído y amado las oposiciones!- se
vinieron abajo cuando decidí equivocar toda la Constitución
Española diciendo que si los catalanes querían ser vascos y éstos querían ser catalanes o gallegos, yo lo iba a tener muy difícil para
clarificar el título VIII de la
Constitución, y en esas reuniones maratonianas hasta llegar a una solución que apacigüe los ánimos
de todos, tendría que levantarme para ir al baño como catorce o quince veces;
de este modo me echarían como funcionario porque mi rendimiento sería nulo y mi
reputación quedaría en entredicho; y todo por un cochino sueldo de 160.000
euros. Y todavía más triste si me ven morir en el wáter, en lugar del puesto de
trabajo. Oye, en este sentido opté porque ganara la oposición un joven de
cincuenta años, que estaría, mejor que yo, en la flor de la vida. Al despertar,
y reconocer este sueño, sufrí, porque ya nunca más podré presentarme a
Oposiciones del Tribunal Constitucional, que siempre fue mi sueño.
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