Aquel hombre de pelo enmarañado ocultó el sabor amargo y la agobiante asfixia que producía un vapor la respiración, al caminar, sin reparar en las consecuencias.Engañó a todos. Otras veces había sucedido sin que importara tanto: un cambio en la presión atmosférica, un aislamiento en las relaciones, un vacío en la mente de los demás, y, en última instancia, la cama empotrada en un hospital .
Este virus rojo, que nadie creía ni veía, se iba expandiendo por los bordes y aristas de la tela de araña del universo, ¿quién lo creó?, inclinándose en unas regiones más que en otras, como la mariquita prefiriendo unos árboles mejor que otros, volviendo al punto de partida, como dice la bella canción de Rocío Jurado, sin saber si nos encontramos al principio o al final de algo, o en su desarrollo.
Da pena ver esas mascarillas cubrir la faz de Dios -Nadie lo ha visto, ni siquiera Moisés-, que es el hombre, sabio ignorante, que creyéndose sano lleva el golpe de la vida encima, a pesar de que pueda vivir muchos años como Demócrito que decía que para conseguirlo aconsejaba aceite por fuera y miel por dentro, ignorando que todo es un tránsito,valle de lágrimas decían nuestros mayores, valle de Josafat, un suspiro que termina en un abrir y cerrar de ojos en el tiempo brana.
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